Un cielo rojo escarlata saludó a Layla la primera vez que abrió los ojos después de morir. O quizás no fuera el cielo, quizás fuera su sangre. Su propia sangre roja y viscosa embadurnando las baldosas de mármol, manando de su garganta abierta en una sonrisa silenciosa…
Layla se
incorporó, tapándose la cara con las manos para eliminar esos… ¿recuerdos? Las
imágenes que habían brotado sin quererlo desde algún lugar de su mente pronto
se evaporaron bajo el peso del presente.
—¿Qué ha
pasado?
Su voz era un
gorjeo, un susurro desvaído. Respiró profundamente, notó el aire estático en
los pulmones, pero aquello la ayudó a relajarse un poco.
—¿Dónde estoy?
Ahora que
reparaba en ello, un aluvión de estímulos sobrecargó sus abotargados sentidos. El
olor de la sal sacudió su olfato, hizo que lamiera sus labios. Estaban secos y
agrietados como el más profundo desierto. Su lengua palpó los recovecos como si
los leyera, pero se trataba de un idioma desconocido. Como todo lo que la
rodeaba.
Bajo el cielo en
ascuas se extendía hasta el infinito un océano color gris. No estaba en
absoluta calma, sino que las olas batían como movidas por un corazón
inconmensurable, acariciaban con ternura la arena sobre la que estaba sentada. Layla
tomó un puñado, dejó que se escurriera entre sus dedos. Más que arena le
recordaba a ceniza. ¿Cuánto tiempo llevaba allí tirada?, se preguntó. Podían
haber sido meses o solamente algunos segundos. No sentía calambres en los
músculos ni hambre en la boca del estómago. A decir verdad, no sentía nada.
No. Nada, no. Sentía
aguijonazos que provenían de su interior mientras que aquel mundo extraño en el
que había despertado no le mandaba ninguna señal. Trató de agarrar toda aquella
nube de inquietud, desconsuelo e incertidumbre. Aunque allí no había nadie para
mirarla, volvió a cubrirse el rostro con las manos.
Ahora que
trataba de alcanzar los recuerdos de lo que había ocurrido, no lograba hacerlo.
Era como una pizarra descolorida por la lluvia, los trazos lucían emborronados
y confusos, una algarabía de momentos y sensaciones que se encontraban fuera de
su alcance. Sin embargo, el resto de su vida lo recordaba perfectamente.
Y cómo lo
recordaba perfectamente supo reconocer al segundo lo que oyó a continuación.
Levantó la cabeza, buscó en todas direcciones antes de ponerse de pie de un
salto. Notó un tirón, al principio suave pero después mucho más intenso.
No, intenso
no. Doloroso. Atroz. Layla gritó, cayó de rodillas llevándose las manos a la
sien. No podía parar de gritar, sentía que iba a partirse en mil pedazos cuando
de pronto su cerebro estalló y Layla cayó a un lado, inconsciente.
Gruño. No
quiero despertarme porque sé lo que veré cuando abra los ojos e intento
demorarlo lo más posible. Noto unas suaves palmaditas en las mejillas. Suaves
pero insistentes. Alguien quiere despertarme. Sé quien es, suspiro.
—Mi cabeza…
Me duele la
cabeza. Bueno, no es dolor, es más bien un embotamiento febril. Como si alguien
hubiera introducido mi cerebro en un recipiente demasiado pequeño y sus paredes
me aprisionaran los pensamientos, las sensaciones, los recuerdos. Es una
sensación molesta pero no desconocida.
—¿Estás bien?
¿Layla? ¿Layla, eres tú?
Soy yo, aunque
desearía no serlo. Alguna vez me he planteado fingir, hacer como que no soy yo,
como que ha errado la Convocación. Pero cuando por fin abro los ojos, renuncio.
Una vez más.
—Soy yo. —
Digo con un quejido, una voz que en realidad no es mi voz. — Hola Billy.
Mi hermano me
mira, sonriente pero preocupado. ¿Estará preocupado de verdad?, me pregunto
mientras tomo la mano que me tiende y me incorporo. No, no lo está. A Billy
solo le preocupa una persona en el mundo: él mismo.
—Ha pasado tiempo desde la última vez, ¿verdad? ¿Cómo estás? ¿Te encuentras
bien? — Su voz comparte ternura y urgencia.
Demasiado poco
tiempo. Suspiro, me miro las manos, los brazos. Estar en un cuerpo que no es el
tuyo es una sensación muy extraña. Como ponerte ropa demasiado grande. O a
veces demasiado pequeña. El caso es que siempre me siento de la misma manera:
aturdida y con la clara determinación de que aquel no es el lugar en el que
debería estar.
—Estoy bien.
Es… extraño el lugar en el que estoy.
—¿Sigues en
aquella playa? ¿Hay alguien más contigo?
—Sigo en la playa.
La playa… Es
infinita. No lleva a ningún sitio. Allí abajo solo hay dos opciones: la playa o
la niebla. Y trato de evitar la niebla lo máximo posible. No le he hablado
nunca a Billy de la niebla. ¿Para qué? No es necesario. La playa… Odio esa
condenada playa, pero odio más aún estar aquí ahora mismo.
—¿Hay alguien
más contigo?
Tampoco quiero
hablar de eso con él. Huele a incienso, a raíz molida y canela. Si cierro los
ojos siento que me marcho. La conciencia de la vidente es fuerte, aprieta,
quiere que me marche ya.
—No.
Él sabe que me
estoy diluyendo en el vacío una vez más. Me agarra de los hombros. Bueno, no a mí,
a la bruja. Zarandea a la bruja tratando de impedir que me marche, pero es como
pedirle al sol que deje de brillar.
—No te marches
todavía, Layla. Por favor, Layla, no te vayas, no me dejes solo. Dime al menos,
Layla, ¿duele? ¿Sufres? Por favor…
Antes de
desmayarme y volver a oír las olas del mar que no cesa, logro contestar.
—Solo cuando
tu me llamas.