12 de marzo de 2010

Calor.



Calor.

Caminaba con la mirada fija en el suelo, clavada en un camino que no existía. El polvo del desierto le escocía los ojos. Un jirón de su camisa le recogía el pelo azabache.

Soledad.

Sólo oía el sonido de sus pisadas, su lenta cadencia, al ritmo de los latidos de su corazón.

El deslizar de una perlada gota de sudor por su frente. Podía sentirla. Le latía la cabeza. Llevaba días sin beber. Sin comer. En realidad llevaba días sin hacer otra cosa que caminar sin rumbo por un mar de arena.

De repente dejó de oír el movimiento de la arena bajo sus pies. Tierra firme. Una isla en medio del océano. Levantó la cabeza hacia el cielo añil. Una brisa abrasadora le dio la bienvenida, le alentó a detenerse, a descansar allí.

Se colocó la espada a la espalda y continuó su inexorable ruta. No se debía hacer caso de las voces del desierto, de las voces de la soledad… suelen ser malas consejeras.

Un paso… otro… hasta los pensamientos se habían evaporado de su mente.

La fina línea del horizonte le rodeaba por todas partes… la llanura moteada de piedras oscuras… nada alteraba la quietud, la seca serenidad del lugar.

Cada bocanada de aire le quemaba los pulmones… le daba más sufrimiento que vida… estuvo tentado de no respirar… cuando una silueta se recortó en la lejanía: sus ojos bicolores reconocieron en ella murallas, altos torreones, almenas…

- Llego tarde. Demasiado lejos. Nunca llegaré hasta allí – hablaba para sí. El viento arrastraba sus palabras musitadas lejos…

Entonces, comenzó la sinfonía. Primero resonó el eco de los violines. Flautas. Un par de tambores un poco más allá. Podía oírlos pero no verlos. Trompetas. El sonido era constante, armonioso, seguía el mismo compás una y otra vez, una y otra vez… una y otra…

Un bofetón le hizo abrir los ojos con desconcierto.

- ¡Despierta idiota! – en meses, era la primera voz que oía con sus oídos y no son su cabeza - ¡no puedes morir ahora! ¡Está lloviendo!

- Pero qué… - Azhar sólo podía pestañear como un estúpido mientras se incorporaba – Quien… donde…

- Anda qué… si no llegó estar yo te dejas morir por un poco de calor…

Frías gotitas de agua le salpicaban el rostro, aquí y allá humedecían el inhóspito lugar, disminuyendo la temperatura de la caldera poco a poco. No perdió tiempo y recogiendo agua con ambas manos sació su sed, dejando su letargo inconsciente como quien ha vivido un sueño y despierta de golpe.

- ¡Has vuelto! – Ahora, empapado, miraba atónito al hombre que le había pegado - ¿Dónde estabas? Pensé que no volvería a verte…

- He estado aquí todo el rato, sólo que – sus ojos grises mostraban un brillo divertido – tu no me veías… estabas tan cegado por el calor, por ti mismo… que no me veías caminar a tu lado.

No supo responder a eso. Puede que fuera verdad que no lo había visto… decidió no indagar más en ello. A partir de ahora me preocuparé de…, pensó, de aquello que, por más que me mueva, vaya donde vaya, siempre esté conmigo.

Alzaín sonrió. Le conocía tan bien… podía leer sus pensamientos con excesiva facilidad…

- ¿Andamos?

Bastante rato después amainó. Las nubes seguían poblando el firmamento, portando una bendita, dulce, amenaza. La silueta oscura ahora estaba mucho más cerca. En realidad nunca había estado realmente lejos. La distancia confunde, difumina.

- Espera – la espontánea reacción del hombre de los ojos grises sembró curiosidad en Azhar – esquivemos la ciudad. No me gusta demasiado el aspecto que tiene…

- ¿Qué? ¿Por qué?, llevo semanas sin dormir en una cama blanda, no pienso pasar por alto la ciudad. De ninguna manera. Además no entiendo por qué dices eso…

Su bota se hundió en un charco salpicando a su alrededor. Sólo que eso no era agua.

- Dios… - ese color, esa textura, ese olor, solo podía ser de una cosa –… sangre.

Ahora que miraba con atención vio más a su alrededor. El suelo se había convertido en un lienzo de muerte. Lavado parcialmente por la intermitente tormenta mostraba por todas partes manchas y charcos… todos del mismo color carmesí.

Ojos bicolores y ojos grises se enredaron.

Ahora ya no podían ignorar la ciudad.

Ambos asintieron en silencio y caminaron, esta vez, con un objetivo. El mismo objetivo. Porque nunca había caminado solo. Nunca. Siempre había habido alguien acompañándole, bien en persona bien en el recuerdo. Siempre.

A lo lejos, el lúgubre canto de los buitres se abatía sobre la sombría ciudad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

El reflejo de tu alma...