8 de abril de 2010

El pianista.

Como gotas de cristal eran los sonidos que despedía su dulce piano de teclas blancas y negras. Como el roce de lágrimas sobre la piel. Así era ese sonido, así.

Y yo, apoyado en el alfeizar de la ventana, lo escuchaba. Como cada atardecer. Como cada atardecer desde los últimos 5 años.

El deslizar de sus dedos en esa complicada danza que era el tocar, entretejiendo las notas entre sí para formar una realidad en la que sumergirse, un lago de agua helada en el que verse reflejado, en el que perderse para no volver, para no despertarse hasta que el último sonido, cual pompa de jabón, estallaba… y el jabón que era el silencio hacia escocer los ojos… hasta despertar.

Abrí los ojos sobresaltado, no por haber oído un ruido, sino por no oír nada. Ladeé la cabeza y observé al pianista.

Era tan joven… a su edad la mayoría de los niños jugaban en el parque… pero él… tocaba sin partitura, con los ojos cerrados. Para él, ese piano era su vida, lo era todo. Con el pelo negro sobre los parpados cerrados, no parecía un chico especial… nadie diría el secreto que ocultaba.

El chico sonrió. Acarició las 88 teclas y bajó con suavidad la tapa de madera pulida. Lo único que había pedido el joven Marek era que ninguna persona, nunca, le viera tocar. Nadie. Muchas veces su hermana se sentaba junto a la puerta de madera para escuchar... él siempre tocaba solo. Conmigo.

Despacito, salió de la habitación a la vez que el último rayo de sol entraba por la ventana.

Yo también tenía que irme, tenía cosas que hacer. Me di la vuelta en el alfeizar y salté al vacío. Mientras el viento soplaba bajo mis pequeñas alas pensé en el joven Marek. Pensé en lo bien que tocaba, en lo maravilloso que era su don… y me sentí orgulloso… no debía ser nada fácil tocar el piano siendo ciego.

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