Andando.

Amanecía. Y con el sol, también afloró su desesperación. Tras pasar toda la noche andando, se sentó a la vera del camino. Una nube de polvo salió a recibirle.

El niño sacudió la cabeza, empapado el pelo en sudor, sucias sus parcas ropas, con la experiencia del camino. Arrastraba polvo y grava, silencios y soledades. Porque aquel camino, lo estaba haciendo solo.

Su alma solo podía estremecerse de miedo: ¿y si… nadie aparecía? Y si todo el trayecto… tuviera que hacerlo solo… ¿sobreviviría?

Pestañeó muy rápido para contener las lágrimas. Echaba algo de menos, pero no sabía el que. ¿Cómo echar de menos algo que nunca se ha tenido, que nunca se ha sentido? Eso es imposible. Y por eso, el joven no sabía poner nombre a lo que pasaba dentro de él. Lo llamó melancolía.

Mientras escribía su deseo en el polvo del camino, la tierra vibró. Alzó la mirada a tiempo para ver como se acercaba un enorme carruaje de oro y marfil, justo a tiempo, para ver como pasaba de largo. No se molestó en parar, por lo que, concluyó, esa no era una carroza para él.

Cuando se aburrió, siguió caminando. Constante, imparable, pese a hacerlo solo decidió no detenerse más. El sol daba fe de su promesa.

Y el pequeño niño siguió caminando. Ya que estaría solo igualmente se moviera o no… prefirió continuar.

Cuando creció un poco más se hizo otra promesa: seguiría adelante siempre, hasta que el peso de la soledad se hiciera demasiado grande, hasta que el dolor de la espera, simplemente, le hiciera desplomarse sobre la arena.

Fdo: Eterno equivocado.