Lyan y Adelle.

- Tranquilo. Son amigos, Jared. Puedes confiar en ellos. Te presento – hizo un ademán hacia los dos desconocidos que les miraban desde el fondo de sus capuchas de piel – a Lyan y Adelle Merkian.

- ¿Hermanos? – inquirió el muchacho mientras ambos dejaban a la vista su rostro.

- Más que eso. Mellizos. – aclaró el Maestro.

Jared trató de disimular sin conseguirlo el efecto que le produjo ver a esas dos personas casi exactamente iguales. Los ojos grandes, la nariz pequeña y recta, los labios, más prominentes en la mujer, Adelle, y algo más finos en el hombre, Lyan; tan solo el cabello, de color azul oscuro, permitía diferenciarles de forma algo más sencilla, ya que el de Adelle era largo y denso mientras que el de Lyan apenas era un pedazo de mar indomable.

- ¿Quién es ese niño, Viejo Lobo? – la voz de Lyan era cristalina, pura. A Jared le recordó el pequeño manantial de agua helada que corría cerca del Monasterio del Cielo Gris.

- Lyan, Adelle… este es Jared. Mi aprendiz.

Los mellizos cruzaron entonces una mirada extraña. Y es que el Viejo Lobo nunca había tenido un aprendiz. Pese a ello se mostraron corteses e inclinaron la cabeza, saludándole.

- Bienvenido, aprendiz. – susurraron al unísono con voz neutra… aunque no lo suficiente para engañar al joven. Podía sentirlo en la manera que agacharon la cabeza, o en el tono de voz con el que preguntaron quien era. Le odiaban. Jared sonrió abiertamente: peor para ellos.