22 de enero de 2012

Encuentros.

Abrió los ojos. El aire olía a tierra mojada, sangre y miedo.
Lentamente, como si el conjunto de sus nervios despertara de golpe, tomó conciencia de dónde se encontraba. Un velo de ramas bajas y hojas color ocre le impedían ver el cielo. Fue al incorporarse cuando notó los primeros aguijonazos de dolor. Aquí y allá, como si un millar de avispas le hubiesen perforado cada centímetro cuadrado de piel. Haciendo un esfuerzo plantó las manos en la tierra húmeda y se puso de rodillas.
Inmediatamente, otro zarpazo le lamió la palma de la mano. Hundida profundamente, una espina negra de la longitud de un clavo le atravesaba los tejidos casi de parte a parte. Conteniendo el dolor, tiró del extremo apenas visible. Milímetro a milímetro, la espina abandonó su piel, dejando brotar en su lugar una bella flor de sangre.
Sin darle tiempo a que cayera al suelo, se puso el guante de piel para taponar la herida, pero algo le decía que ya era demasiado tarde. Se tambaleó peligrosamente, sosteniéndose en el tronco de un arce para no caer. El mundo oscilaba a su alrededor, pero intuía el peligro. Las lluvias no taponarían el olor de la sangre por mucho tiempo.
Corrió, tropezando con raíces y hojas caídas hasta que, unos segundos más tarde, intuyó su presencia tras él. Dejó vagar su mirada color caoba por la espesura antes de, con el estremecimiento del llanto contenido, dejarse caer entre las raíces de un viejo roble a esperar la muerte.
***
Oculto entre la maleza, el brazo derecho estirado, la flecha dirigida directamente al cuerpo del gato de los bosques que se encontraba al pie de un árbol próximo. Con precisión, apuntó al punto exacto donde la punta de acero atravesaría el corazón de la presa sin oposición.
- Tres… dos… uno…
El grito espantó a su presa al mismo tiempo que le destrozaba en mil pedazos su concentración. Con el corazón a mil por hora trató de ubicar el sonido. Saliendo del escondite de un salto, prestó atención. Era un niño. Menor que él, a juzgar por el tono. Siete años, ocho a lo sumo, calculó. ¿Qué haría un niño en el bosque?
- Mierda.
El muchacho, con el pequeño carcaj al cinto, mantuvo el arma preparada mientras caminaba a paso ligero en dirección hacia el sonido que no volvió a repetirse. Hijo de cazador, estaba acostumbrado a las búsquedas difíciles. Atravesó un arroyo y casi se pasó de largo cuando volvió a oír la voz.
- Estoy aquí.
- ¿Quién eres? - El muchacho de ojos grises apuntó al origen de la voz en el mismo movimiento que usó para encogerse sobre sí mismo.
- El lobo…
Fue entonces cuando, unos metros más allá, observó a la criatura que el niño había calificado como lobo. El león de noche, tan negro que parecía absorber la luz, se relamía con sus ojos ambarinos. El niño debió ver que el semblante de su salvador se tornaba oscuro, porque comenzó a implorar.
- No te vayas, estoy sangrando, me matar…
- Sterd amil kedava. Ritio salcomi svrel.
El joven de los ojos nublados empezó a susurrar las palabras más extrañas que había oído en su vida. Era el lenguaje secreto del mundo. Un momento después desvió la mirada de la bestia y le apremió.
- Vamos. Vagará confundida un rato pero no tardará en darse cuenta que las palabras no significan nada. – le tendió la mano. - ¿Puedes caminar?
- ¿Las palabras? Si… - estrechándole dolorosamente la mano enguantada, se levantó.
- No conozco el idioma del león de noche. Tuve que improvisar la lengua del lobo. ¿Cómo te llamas?
- J. – contestó sin entender nada de lo que decía. A lo mejor estaba loco. - ¿Y tú?
- Ithan.  

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El reflejo de tu alma...