5 de febrero de 2012

Relatividad.

- Piensas que soy una mala persona. – le dijo el demonio. – Pero no lo soy.
Jared no tuvo que abrir la boca para responder. Una mirada castaña cargada de odio y rabia bastaba para expresar el apego que sentía por su interlocutor. Y es que no puede sentirse mucho afecto a quien te lo ha robado todo, a quien te habla desde su trono de ónice mientras te mantiene aferrado a tu asiento con cadenas de acero.  
Era alto, aunque no imponía tanto como había imaginado. Numerosos rizos del color del carbón le enmarcaban un rostro enjuto, unas pupilas con esmeraldas incrustadas. No era tan poderoso como sugería su aspecto pero algo más de lo que demostraba su voz.
- Detén esta locura. – sus palabras, al igual que sus labios, sabían a sangre coagulada. – Aquí me tienes. Mátame y termina con esto.
- ¿Ahora piensas hacerte el mártir? Te conozco, y sé que tú tampoco eres tan buen hombre como aparentas.
En huecos dispuestos al azar en la pared, las saeteras brillaban con los filos de las flechas que le apuntaban al corazón, pendientes de cualquier orden, de cualquier movimiento en falso.
- ¿Qué es lo que quieres?
- Hablar. Muerto no me sirves para nada, chico. Antes quiero convencerte de que estás equivocado. No existe la maldad, tan solo hombres enjaulados en circunstancias, en callejones sin salida, sin opciones.
Por encima del dolor que le laceraba la sien, Jared se estaba mareando. La furia, como agua a presión, le subía por los brazos y las piernas hasta estallarle en la cabeza, salpicando sus ojos de lágrimas de impotencia.
- Arrasaste mi hogar.
- Yo no arrasé nada – musitó con repugnancia. – Fueron los esclavistas.
- Tú diste la orden.
Tardó unos segundos en responder, pero cuando lo hizo, casi parecía que lamentaba sus propias palabras, que estaba arrepentido.
- Eso es cierto.
- ¿Cómo te atreves entonces a decir que no destruiste mi aldea? – un impulsó le hizo levantar los brazos, que volvieron a caer con una sacudida presos de sus cadenas de metal.
- A lo mejor deberías pensar en qué fue lo que me llevó a dar tales órdenes, Jared. Solo fui empujado por las circunstancias, por la situación. No me fiaba del tal Lance, no podía dejar que escapara con el muchacho… la culpa es suya. Si se hubiera tratado de un hombre de fiar, si hubiese firmado el contrato de sangre…
Jared se mesó el pelo, sucio, cubierto de barro. Casi podía sentir los piojos trepando por su cuero cabelludo, bebiéndose su sangre.
- Piensa en ello. Tú tampoco eres un buen hombre, te lo dije antes. También has matado, no eres diferente a mí, y yo no te juzgo por ello. ¿Sabes por qué? Porque te comprendo. Y tú tendrás que comprender esto también. La frontera entre vivir o morir no la marca la bondad o la maldad; la compasión o los sentimientos. Los hombres que sobreviven no son los más buenos o los más malos, son simplemente… los más fuertes. 

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