6 de mayo de 2010

Para nunca olvidar.

Cuando volví aquella tarde, seguía en el mismo lugar donde le había dejado. Con la espalda apoyada en el árbol, las rodillas recogidas, un cuaderno entre las manos… unas manos manchadas de carboncillo negro.

El sol ahora le miraba de soslayo, por encima del hombro.

- ¿Qué haces?, llevas ahí todo el día. ¿No piensas decírmelo? – dije enfurruñada un poco.

- ¡Oohh es una sorpresa! ¡No te lo puedo decir! – se rascó la nariz mientras la guiñaba un ojo.

Volvió a su labor de nuevo. El silencio, efímero, pequeño, no tardó en romperse.

- Jajaja – levantó la cabeza de nuevo ante la sonora carcajada. Ella le señaló la nariz mientras reía.

Con la cara tiznada de negro y entre sonrisas, sacó otra hoja y siguió más rápido que antes. Aguantando la risa me situé detrás de él, eclipsando el sol, dibujando mi sombra.

- ¡Alaaa! – con la boca abierta, admiré lo que estaba haciendo: dibujaba. En ese momento una gran luna en cuarto creciente, con miles de estrellas a su alrededor – ¿qué son todos esos dibujos?

- ¡No son dibujos! Son… son… ¡son recuerdos!

- ¿Recuerdos?

- Recuerdos. Sabes… que pronto llegará el día… - ahora no se atrevió a mirarla.

No hubo risa esta vez.

Guardaron silencio. El día.

Y entonces ambos comprendieron porque dibujaba: dibujaba para no olvidar nunca.

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