15 de marzo de 2012

A salvo.

Me había despertado en mitad de la noche con una suave patada en las costillas.
- Levántate. Quiero mostrarte algo. – dijo con una voz que envidiaría hasta el propio Viento.
No fue hasta un buen rato después, cuando remontábamos una colina bajo la mirada furtiva de la luna, cuando volvimos a perturbar el silencio.
- ¿Qué hemos venido a hacer aquí?
- La última vez tardaste solo diez minutos en preguntarlo. Hoy has aguantado casi una hora. – Suspiró – estoy orgulloso de ti.
Di gracias a la oscuridad por no permitirle ver que me sonrojaba. Cerré la boca hasta que terminamos de subir la pendiente.
A un par de kilómetros, las luces mortecinas de una pequeña aldea parpadeaban en la noche. Como luciérnagas, como fuegos fatuos, aquellas luces confirmaban que aquel lugar estaba lleno de vida hasta en la más profunda de las tinieblas.
- Pocos son los mapas en los que figura esta aldea. – susurró sin girarse para mirarme. – Nadie, salvo ellos mismos, sabe que existen. El mundo no es consciente de su presencia.
Silencio.
Más silencio.
- Y ese detalle es el que les ha condenado. Mañana van a morir. Todos y cada uno de los habitantes de esta aldea, mañana a primera hora estarán muertos.
No pude callarme por más tiempo.
- ¿Qué? – Sabía que estaba hablando más alto de lo que debería pero no pude evitarlo – tenemos que avisarles, tenemos que…
- «Tenemos que, tenemos que», hablas como un crio. Ya viste las huellas, son más de veinte. Ya están sentenciados, solo que no lo saben. Lo único que podemos hacer es dejarles en paz, brindarles una última noche de tranquilidad antes del fin.
- Pero, pero…
- No te he traído aquí para discutir esto. – esta vez sí, me miró de medio lado, desde el fondo de su capucha negra como el azabache. – Te he traído aquí para que aprendas la lección.
- ¿Qué… qué lección? No podemos dejarles morir así… no…
- Van a morir porque cometieron el error de sentirse a salvo. Grábate esto en la cabeza, muchacho, nadie nunca está a salvo. Incluso en el pueblo más perdido, en la hora más tranquila, siempre acecha el peligro. Una mente dormida es una mente muerta.
El frio viento de medianoche le trajo la risa de un niño. O quizá fueran solo imaginaciones suyas, quizá solo estuviera escuchando su propia risa, una risa que llevaba ya tanto olvidada…
- Y ahora vámonos – musitó dando la vuelta al caballo y hundiéndose de nuevo en el bosque – no quiero estar cerca cuando el aire empiece a oler a sangre. A Terrón le asusta y a mí me dan ganas de vomitar. 

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