Frío.
Escarcha. La nieve estaba en todas partes, en sus ojos, en sus labios, royéndole
por dentro como millares de ratones buscando la salida de su alma hueca y
abandonada.
Sabía
que iba a morir, si es que no había muerto ya, más una calma embaucadora lo
inundaba todo. Tranquilidad, sosiego… no eran sensaciones, eran él mismo. Él
era la tranquilidad, él era el descanso. Formaba parte de todo, podría haber
dicho que flotaba, pero para flotar había estar en algún sitio y él… él era la
nada.
El
agua siguió subiendo, peldaño a peldaño, segundo a segundo. Si fuera un ente
vivo, habría podido notar como la carencia de oxigeno quemaba sus pulmones,
pero él estaba muerto. Él era la muerte.
Trató
de recordar cómo había llegado hasta allí pero la inmensa barrera que constituía
la realidad de su mente le impidió el paso. Quizá no fuera capaz de cruzar,
quizá no estuviera preparado, quizá simplemente el destino no le permitía
alcanzar la gloria.
Y
de pronto, lo vio. Enfrente de él. Eran dos pares de ojos, oscuros, en la
escasa luz del ambiente neblinoso que le rodeaba. Le hablaron de la misma forma
que, intuía, aunque no era capaz de recordarlo, le habían hablado miles de
veces antes. Le fue imposible ignorarlos, le fue imposible no escucharlos, pues
era consciente de que eran parte de él, ahora y siempre.
Despierta
Cora, le imploraban en silencio. Despierta. Despierta…
Con
un impulso y dando una enorme bocanada de aire, el chico salió a la superficie.
Olía a sal, olía a muerte. Sentía el frío, el miedo. Ya no formaba parte de
aquellas sensaciones, si no que ahora volvía a ser únicamente aquel que la
sufría. Con lágrimas en los ojos, tosió.
Era
libre… y estaba vivo.
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