8 de junio de 2013

Dauðalogn.

Frío. Escarcha. La nieve estaba en todas partes, en sus ojos, en sus labios, royéndole por dentro como millares de ratones buscando la salida de su alma hueca y abandonada.
Sabía que iba a morir, si es que no había muerto ya, más una calma embaucadora lo inundaba todo. Tranquilidad, sosiego… no eran sensaciones, eran él mismo. Él era la tranquilidad, él era el descanso. Formaba parte de todo, podría haber dicho que flotaba, pero para flotar había estar en algún sitio y él… él era la nada.
El agua siguió subiendo, peldaño a peldaño, segundo a segundo. Si fuera un ente vivo, habría podido notar como la carencia de oxigeno quemaba sus pulmones, pero él estaba muerto. Él era la muerte.
Trató de recordar cómo había llegado hasta allí pero la inmensa barrera que constituía la realidad de su mente le impidió el paso. Quizá no fuera capaz de cruzar, quizá no estuviera preparado, quizá simplemente el destino no le permitía alcanzar la gloria.
Y de pronto, lo vio. Enfrente de él. Eran dos pares de ojos, oscuros, en la escasa luz del ambiente neblinoso que le rodeaba. Le hablaron de la misma forma que, intuía, aunque no era capaz de recordarlo, le habían hablado miles de veces antes. Le fue imposible ignorarlos, le fue imposible no escucharlos, pues era consciente de que eran parte de él, ahora y siempre.
Despierta Cora, le imploraban en silencio. Despierta. Despierta…

Con un impulso y dando una enorme bocanada de aire, el chico salió a la superficie. Olía a sal, olía a muerte. Sentía el frío, el miedo. Ya no formaba parte de aquellas sensaciones, si no que ahora volvía a ser únicamente aquel que la sufría. Con lágrimas en los ojos, tosió.


Era libre… y estaba vivo. 

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