25 de febrero de 2014

La Gracia (I).

Respiraba con dificultad, más no era capaz de recordar cómo había llegado hasta allí. El sol, imperturbable en el cielo, clavaba sus miles de dientes de luz y fuego en su piel. Levantó la mirada: ante él, la arquitectura del lugar que presenciaba le robó el aliento.
Enorme, más alto que cualquier monumento que hubiera visto en su vida, a simple vista no era más que un muro. Un muro inmenso, recto, parecía separar por completo ambos lados del mundo.
Entonces vio la puerta. Se encontraba solamente a un par de pasos de distancia pero hasta aquel momento parecía no haber estado allí. Se acercó. Rejas de acero brillante hacían de aquel lugar algo inexpugnable.
- ¿Hola?
Resultaba absurdo pensar que en medio del desierto pudiera vivir alguien, ¿pero para que construir semejante lugar si no era para vivir en él? Con fuerza, agarró los barrotes, intentó zarandearlos, forzarlos de alguna manera.
En cuanto cerró los puños en torno al acero gritó de dolor. El material no era completamente liso, sino que estaba formado por millares de surcos con forma de pequeños ganchos que, en contacto con su piel, cerraron su abrazo en torno a ella. Trató de tirar pero pronto se dio cuenta de que, cuanto más separaba las manos del metal, más daño se hacía. Pronto, con la serenidad de una lluvia vespertina, la sangre empezó a correr barrote abajo hasta llegar al suelo.

Filtrándose a través de la tierra seca y yerma del desierto, la sangre no tardó en atravesar el suelo para aflorar en lo que era el techo de una cámara oscura y sombría. Escurriéndose por la superficie de un tempano carmesí, alcanzó la punta y cayó con un suave salpicar en la frente de la estatua. Deslizándose por entre los ojos, esquivó su nariz y esperó paciente en la comisura de sus labios… hasta que una lengua del color del mármol arrastró la sangre a su interior.

La Gracia había despertado.

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