Respiraba con
dificultad, más no era capaz de recordar cómo había llegado hasta allí. El sol,
imperturbable en el cielo, clavaba sus miles de dientes de luz y fuego en su
piel. Levantó la mirada: ante él, la arquitectura del lugar que presenciaba le
robó el aliento.
Enorme, más alto que
cualquier monumento que hubiera visto en su vida, a simple vista no era más que
un muro. Un muro inmenso, recto, parecía separar por completo ambos lados del
mundo.
Entonces vio la puerta.
Se encontraba solamente a un par de pasos de distancia pero hasta aquel momento
parecía no haber estado allí. Se acercó. Rejas de acero brillante hacían de
aquel lugar algo inexpugnable.
- ¿Hola?
Resultaba absurdo pensar
que en medio del desierto pudiera vivir alguien, ¿pero para que construir
semejante lugar si no era para vivir en él? Con fuerza, agarró los barrotes,
intentó zarandearlos, forzarlos de alguna manera.
En cuanto cerró los
puños en torno al acero gritó de dolor. El material no era completamente liso,
sino que estaba formado por millares de surcos con forma de pequeños ganchos
que, en contacto con su piel, cerraron su abrazo en torno a ella. Trató de
tirar pero pronto se dio cuenta de que, cuanto más separaba las manos del
metal, más daño se hacía. Pronto, con la serenidad de una lluvia vespertina, la
sangre empezó a correr barrote abajo hasta llegar al suelo.
Filtrándose a través de la tierra seca y yerma del desierto,
la sangre no tardó en atravesar el suelo para aflorar en lo que era el techo de
una cámara oscura y sombría. Escurriéndose por la superficie de un tempano
carmesí, alcanzó la punta y cayó con un suave salpicar en la frente de la
estatua. Deslizándose por entre los ojos, esquivó su nariz y esperó paciente en
la comisura de sus labios… hasta que una lengua del color del mármol arrastró
la sangre a su interior.
La Gracia
había despertado.
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