- ¿Qué hacemos ahora,
Robin?
El enorme abrigo, un par
de veces más grande que ella, no terminaba de evitar que la alcanzara el frío.
El viento, feroz e implacable, le helaba la nariz a través de la bufanda de
lana, le enrojecía las orejas, le sorbía la vida.
- Seguir adelante.
Llevaba días respondiéndoles
lo mismo, era consciente de que más pronto que tarde, la gente que la había
elegido como guía se volvería contra ella. ¿Quién sigue a alguien que no sabe adónde
va? Nadie.
Pese a las innumerables cosas
que había tenido que superar a lo largo de su corta existencia, lo único que
realmente temía era admitir que tenía miedo.
No se mostraría débil
delante de todos los que, a pesar de que en un principio se hubiera negado a
aceptar la labor, confiaban en ella.
- Eso llevas diciendo
desde hace semanas.
Esperaba esa respuesta y pese a ello, no logró encontrar una contestación que zanjara el tema, algo
que argumentar a su favor.
- Ahora estamos semanas
más cerca, ten paciencia.
Dentro de la gente de su
pueblo existía la creencia de que el tiempo no era una infinita línea recta en
el horizonte, como el resto del mundo creía. Para ellos, el tiempo tenía la
forma de una circunferencia, como el sol, como la luna, como el fondo de un
pozo; y algún día, cuando el círculo por fin se cerrase, todo empezaría de
nuevo.
Volvería a nacer,
volvería a ser una niña, a correr detrás del trineo de su padre, cayéndose en
la nieve entre risas. Algún día el círculo se cerraría y volvería a cometer todos los
errores, todos los fallos, todas las equivocaciones que sembraban su vida. Una
y otra vez, eternamente.
Por eso nunca había querido
aceptar el puesto de guía. Si no alcanzaba su destino, tanto ella como todos
los que confiaban en su juicio estarían perdidos para siempre.
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