Si tenía miedo de
pestañear, no podía ni imaginarse lo difícil que le iba a ser conciliar el
sueño el resto de su vida. Temía que si cerraba los ojos aunque fuera un
segundo volviera a ver el rostro de su mejor amiga, su cuello abierto en canal
por un cuchillo cuyo final estaba en su propia mano.
Pese a que la lluvia caía
torrencialmente, allí de pie, delante del espejo, no había logrado borrar los
regueros de sangre que manchaban su mandíbula, el agua roja que empapaba su
camisa. Temblaba, más no era capaz de discernir si era de miedo o de frío.
Nunca sus ojos verdes habían sido tan oscuros.
Kyo estaba muerta y
aunque era consciente de que no había tenido elección, aquello no bastaba para
aplacar sus sentimientos. Ya nunca podría averiguarlo. Ya jamás sabría si sus
labios eran tan dulces como sus ojos, pues ambos carecían ya de calor, de vida.
Se quitó con rabia la camisa por la cabeza y la arrojó a un rincón.
Allí, delante del
espejo, se odiaba. Nunca se había odiado tanto.
¿Era en eso en lo que
iba a convertirse?
Frotándose los ojos, un
movimiento llamó su atención. Primero pensó que solo era un retortijón, pero se
movía. Su piel vibraba a la altura del estómago… pero pronto las oscilaciones
subieron hasta su pecho. Las pupilas se le dilataron de terror. La piel se
combó, abultándose. Era como si varios gusanos le recorrieran por dentro,
serpientes que surcaban sus brazos, sus piernas, bailaban en sus mejillas y
serpenteaban a través de su espalda.
Y entonces ocurrió.
Todas a una empezaron a acumularse en el centro mismo de su pecho, formando un
enorme bulto que crecía y crecía a cada segundo, a punto de estallar. Surgiendo
hacia afuera lentamente, comprobó que no era un bulto. Una mano se abría paso a
través de su interior, tironeando de su piel, pujando por abrir los dedos hacia
la libertad.
Christien no pudo
aguantarlo más.
Gritó.
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