13 de abril de 2014

Lo que trajo la lluvia.

Si tenía miedo de pestañear, no podía ni imaginarse lo difícil que le iba a ser conciliar el sueño el resto de su vida. Temía que si cerraba los ojos aunque fuera un segundo volviera a ver el rostro de su mejor amiga, su cuello abierto en canal por un cuchillo cuyo final estaba en su propia mano.
Pese a que la lluvia caía torrencialmente, allí de pie, delante del espejo, no había logrado borrar los regueros de sangre que manchaban su mandíbula, el agua roja que empapaba su camisa. Temblaba, más no era capaz de discernir si era de miedo o de frío. Nunca sus ojos verdes habían sido tan oscuros.
Kyo estaba muerta y aunque era consciente de que no había tenido elección, aquello no bastaba para aplacar sus sentimientos. Ya nunca podría averiguarlo. Ya jamás sabría si sus labios eran tan dulces como sus ojos, pues ambos carecían ya de calor, de vida. Se quitó con rabia la camisa por la cabeza y la arrojó a un rincón.
Allí, delante del espejo, se odiaba. Nunca se había odiado tanto.
¿Era en eso en lo que iba a convertirse?
Frotándose los ojos, un movimiento llamó su atención. Primero pensó que solo era un retortijón, pero se movía. Su piel vibraba a la altura del estómago… pero pronto las oscilaciones subieron hasta su pecho. Las pupilas se le dilataron de terror. La piel se combó, abultándose. Era como si varios gusanos le recorrieran por dentro, serpientes que surcaban sus brazos, sus piernas, bailaban en sus mejillas y serpenteaban a través de su espalda.
Y entonces ocurrió. Todas a una empezaron a acumularse en el centro mismo de su pecho, formando un enorme bulto que crecía y crecía a cada segundo, a punto de estallar. Surgiendo hacia afuera lentamente, comprobó que no era un bulto. Una mano se abría paso a través de su interior, tironeando de su piel, pujando por abrir los dedos hacia la libertad.
Christien no pudo aguantarlo más.
Gritó.

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