Todos los días se miraba
en el espejo después del primer llanto y antes del amanecer. Sobre su
superficie cubierta de grietas, de millones de raíces de árboles caídos,
destacaba un cuerpo fino y esbelto. Que estuviera roto no le importaba en
absoluto, al fin y al cabo ella también lo estaba, lo que hacía que sintiera
una conexión con el objeto, le permitía ocultar sus imperfecciones detrás de
las profundas hendiduras negras que apuñalaban el cristal.
Desde una esquina medio
en sombras, la observaba. Ella sabía perfectamente que estaba allí, que la
miraba sin pestañear durante minutos enteros. Pero no le importaba, ya se había
acostumbrado. Se había acostumbrado a mi presencia silenciosa y oscura, a mi respiración
queda, a mi abandono. O eso creía ella. Nadie conocía a Seryen Ojodragón como
yo y abandonarla era lo último que haría, eso lo tenía claro. Me miré las
manos. Delgados rayos de luz atravesaban la ventaba cubierta de barrotes que
había cerca del techo, demasiado lejos de su alcance y totalmente insuficientes
para alumbrar por completo el cuarto. No podía ver las manchas de tinta de mis
dedos pero sabía que no habían desaparecido, al igual que los temblores que las
dominaban. Mi misión era observar, escribir, anotar. Nunca debía implicarme en
el devenir de los acontecimientos pero aquella vez lo hice. Tenía una
proposición muy importante que hacerla y era incapaz de hallar el momento
adecuado. Suspiré y cerré los ojos.
— Puedo hacerte
inmortal, Ojodragón. — Que fuera lo bastante valiente para hablarla no
significaba que fuera capaz de decir su nombre en voz alta.
La muchacha al principio
no dio señales de haberle oído. A pesar de que su cuerpo estaba en esa
habitación, su mente podía vagar muy lejos y yo lo sabía. Conocía todas sus
miradas, la mirada de huida, la mirada de tristeza, la mirada de pensar, la
mirada del odio. Poco después, Seryen se giró, cogió un cepillo de la mesa y
comenzó a peinarse el pelo. Los bucles caían sobre sus hombros como una
tormenta de verano. Casi podía sentir como conseguían calarme la ropa aunque
jamás hubiera osado tocarlos. El silencio se imponía, únicamente la cadencia
del ras-ras que hacia el cepillo al surcar las olas de su cabello.
Ras-ras.
Ras-ras.
De pronto se detuvo,
zambulló un mechón suelto tras la oreja y me miró directamente.
— Esta no es tu guerra —
susurró señalándose los ojos.
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El reflejo de tu alma...