20 de julio de 2016

— Esta no es tu guerra — susurró señalándose los ojos.

Todos los días se miraba en el espejo después del primer llanto y antes del amanecer. Sobre su superficie cubierta de grietas, de millones de raíces de árboles caídos, destacaba un cuerpo fino y esbelto. Que estuviera roto no le importaba en absoluto, al fin y al cabo ella también lo estaba, lo que hacía que sintiera una conexión con el objeto, le permitía ocultar sus imperfecciones detrás de las profundas hendiduras negras que apuñalaban el cristal.
Desde una esquina medio en sombras, la observaba. Ella sabía perfectamente que estaba allí, que la miraba sin pestañear durante minutos enteros. Pero no le importaba, ya se había acostumbrado. Se había acostumbrado a mi presencia silenciosa y oscura, a mi respiración queda, a mi abandono. O eso creía ella. Nadie conocía a Seryen Ojodragón como yo y abandonarla era lo último que haría, eso lo tenía claro. Me miré las manos. Delgados rayos de luz atravesaban la ventaba cubierta de barrotes que había cerca del techo, demasiado lejos de su alcance y totalmente insuficientes para alumbrar por completo el cuarto. No podía ver las manchas de tinta de mis dedos pero sabía que no habían desaparecido, al igual que los temblores que las dominaban. Mi misión era observar, escribir, anotar. Nunca debía implicarme en el devenir de los acontecimientos pero aquella vez lo hice. Tenía una proposición muy importante que hacerla y era incapaz de hallar el momento adecuado. Suspiré y cerré los ojos.
— Puedo hacerte inmortal, Ojodragón. — Que fuera lo bastante valiente para hablarla no significaba que fuera capaz de decir su nombre en voz alta.
La muchacha al principio no dio señales de haberle oído. A pesar de que su cuerpo estaba en esa habitación, su mente podía vagar muy lejos y yo lo sabía. Conocía todas sus miradas, la mirada de huida, la mirada de tristeza, la mirada de pensar, la mirada del odio. Poco después, Seryen se giró, cogió un cepillo de la mesa y comenzó a peinarse el pelo. Los bucles caían sobre sus hombros como una tormenta de verano. Casi podía sentir como conseguían calarme la ropa aunque jamás hubiera osado tocarlos. El silencio se imponía, únicamente la cadencia del ras-ras que hacia el cepillo al surcar las olas de su cabello.
Ras-ras.
Ras-ras.
De pronto se detuvo, zambulló un mechón suelto tras la oreja y me miró directamente.
— Esta no es tu guerra — susurró señalándose los ojos. 

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