13 de septiembre de 2013

Conociendo a Chica Pintada.

Demasiado lento. Siempre se es demasiado lento cuando la muerte te pisa los talones. El sudor le salpicaba la sien, atorados sus sentidos con visiones rápidas de la vegetación que atravesaba y un persistente e insidioso sabor salado en los labios.
Podía oírlo. Veloz, la carrera de la bestia era elástica, flexible, infinita. Casi podía percibir los crujidos que emitían los músculos de sus cuatro poderosas patas mientras recortaba, zancada a zancada, la diferencia que los separaba.
- Vamos gatito, se acabó el juego.
La persecución debía terminar, no aguantaría un segundo más el ritmo. Alcanzando un espacio donde la sucesión interminable de árboles se daba un respiro, frenó. Una milésima para darse la vuelta y encarar a su enemigo. Trató de controlar la respiración, agitada y tumultuosa. No iba a permitir que un gato demasiado gordo terminara con el último miembro vivo de la familia Treewolf.
Agarró con fuerza la empuñadura de la espada a la par que contaba hacia atrás:
- Tres... dos…
El enorme tigre albino abandonó la espesura de un salto. Blanco como la nieve, su pecho se movía arriba y abajo, bombeando sangre a un cerebro que además de en su sistema circulatorio la pedía en el interior de su garganta.
Los ojos verdes del hombre se encontraron con los de la bestia, un brillo rojo furia en las profundidades de sus pupilas azabache. Debía de pesar por lo menos ciento cincuenta kilos y medir de cuatro a cinco metros desde la punta de las orejas hasta el final del rabo. Era un ejemplar formidable, sus colmillos, cuyo filo solo lograba competir con el de sus garras, vibraban con cada rugido.
Y de pronto atacó, liberando de un salto la distancia que los separaba, solo pudo sesgar con sus zarpas el aire donde un segundo antes había estado el cazador. Haciéndose a un lado con un movimiento rápido de pies y un giro a la derecha, la espada abrió un alargado manantial rojo en el costado del animal, que gruñó de rabia.
Sin darle un instante de tregua, el acero trazó un arco que jamás alcanzaría su zenit. La flecha pareció emerger del aire mismo, clavándose firmemente y atravesando el omóplato. El hombre tardó un momento en hacerse a la idea de lo que acababa de pasar.
¿El gato gordo acababa de lanzarle una flecha?
- Tira la espada. Ahora.
¿El gato gordo le estaba hablando?
Y entonces la vio. En cuclillas en la rama baja de un árbol, el arco preparado con una nueva saeta, una joven con la cara pintada de colores le miraba.
- El gato es mío. Yo le vi primero. Hay más en la frontera sur del Cenagal, aunque yo que tú me daría prisa, no creo que queden demasiados. Se acerca el invierno.
- Hera no es de nadie más que de ella misma.
- ¿Hera?
- La espada. Tírala.
- ¿O qué, Chica Pintada?
- O esta chica pintada te dibujará una preciosa flecha en el corazón.
El hombre valoró sus posibilidades, no obstante, subió los brazos lentamente para guardar la espada en la vaina que llevaba a la espalda.
- Te he dicho que la tires, no que la guardes.
Con un suave movimiento descorrió las correas que fijaban el arma a su espalda, depositándola a sus pies.
- Esta espada me ha salvado la vida más veces de las que puedo recordar. Se merece ser tratada con respeto. ¿Y ahora qué?
La joven le mantuvo la mirada antes de devolver la flecha al carcaj y bajar del árbol.
- Hera puedes marcharte, ya me encargo yo.
El sonido gutural que tuvo por respuesta dejó a las claras que no estaba contenta con la idea, pero pronto desapareció entre unos matorrales.
- Si eso, largo. Y dale las gracias a tu ama o esa maldita manta blanca ya estaría calentándome los pies.
- No te conviene cabrearla. Es rencorosa. Seguramente volverá a por ti.
- Estoy deseando que lo haga – sonrió.
Ahora que se encontraba junto a él pudo reparar en lo joven que era, una juventud que ni siquiera las pinturas rojizas que le maquillaban el rostro podían ocultar. Su cabello del color de las hojas en otoño hacia juego con unos ojos que parecían emerger de la propia madre naturaleza. El guerrero aspiró hondo: le gustaba el olor que desprendía, una mezcla de almizcle, bosque y libertad.
- ¿Qué vas a hacer conmigo, Chica Pintada?
Pero no contestó. Con un tirón, rompió su camisa, dejando ver la incisión que se abría en su piel al paso de la saeta. Sin avisar, agarró el mástil y tiró con violencia. Un golpe seco y preciso que obtuvo un alarido como recompensa.
- Lo siento. – Hizo una pausa, ocupados sus dientes en sostener las vendas que había extraído de un bolsillo de su chaleco mientras lavaba a conciencia la herida. – Aunque puedes estarme agradecida, me he cuidado de perforar ninguna arteria vital.
- ¿Por qué me estás curando?
Ella prosiguió con el vendaje, dándole solidez y asegurándose que quedara prieto. Había usado una flecha de punta fina, no necesitaría ningún tipo de sutura.
- Porque se lo que pareces, pero también lo que eres.
- ¿Ah sí? ¿Qué parezco?
- Un hombre malo – contestó con seriedad.
El cazador no se inmutó.
- ¿Y qué soy? – preguntó estrechando los ojos.
- Un hombre bueno que quiere parecer un hombre malo.
- Vaya, así que una chica con la cara pintada que se pasa la vida cazando ranas en el bosque acaba de desentrañar la complejidad de mi ser. – Su voz era un susurro, entre peligroso y divertido. – Eres una joven peculiar, pero deberías de tener cuidado. – Su mano izquierda, escondida en la parte de atrás de su cinturón, agarraba con fuerza el mango de un cuchillo. – Un fallo en tu análisis podría costarte la vida alguna vez.
Con un último nudo, Chica Pintada terminó de amarrar el vendaje.
- Yo nunca fallo.
- Todos lo hacen. La única diferencia entre unos fallos y otros son la importancia de las consecuencias que estos acarrean tras de sí.
La joven le miró a los ojos un momento antes de darse la vuelta, como queriendo hurgar más a fondo en aquellos inquebrantables pozos esmeralda.
- Lo que tú digas. Ven, quiero enseñarte algo.
- Como ordenes chica de los bosques, aquí la que manda eres tú - contestó Christien Treewolf aflojando la presión que ejercía sobre el cuchillo.

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