Robin tenía los labios
agrietados de tanto besar el viento. Faltaban varias horas para el amanecer
pero ya llevaba un buen rato en aquella postura. Oculta detrás de los
matorrales, la cuerda del arco tensada limpiamente, la punta de acero de la
flecha resplandeciendo con la escarcha.
Silencio. La luz se
filtraba desde el horizonte alargando las sombras de los pinos, dibujando
figuras largas y sinuosas en el suelo congelado. Pestañeó despacio, tratando de
no aprisionar las diminutas esquirlas de hielo que convertían sus pestañas en
afilados puñales. El aliento se escapaba entre sus labios ansiando encontrar un
lugar donde esconderse de aquel frío, recorriendo sus pupilas color azul cielo
y brincando entre los mechones de su cabello de ascuas marchitas.
Robin siempre había
llevado el fuego coronando su frente y el hielo endureciendo su corazón. Ni
siquiera temblaba, sus dientes no se retorcían ante las bajas temperaturas
chocando unos con otros. Los Zen-Alel no sienten el frío. Desde pequeños son
entrenados para aguantar las noches más oscuras a la intemperie mediante la
búsqueda de su camino interior. Un Zen-Alel es capaz de huir del mundo con solo
cerrar los ojos; volviéndose invulnerable, imperturbable, inalcanzable. Su
instrucción les guía en la penumbra que hay tras sus párpados, les muestra los
senderos que les llevan hacia delante, hacia el crecimiento, hacia la
consecución de sus objetivos.
Un Zen-Alel nunca se
rinde y aunque Robin – la del pelo de fuego y el corazón de hielo – solo tiene
siete años ni siquiera palidece cuando ve por fin acercarse al enorme oso
blanco. Sus pisadas apenas hacen ruido sobre la nieve mientras se acerca. Robin
solo porta una flecha; únicamente tendrá un disparo. Un disparo para penetrar
la gruesa capa de grasa que protege por completo al animal, para esquivar sus
costillas y atravesarle el corazón. La Prueba es sencilla porque es imposible.
Para entonces, el oso ya
ha olido la sangre correr caliente y densa por las venas de la muchacha. Un
reguero de saliva se congela en su mandíbula entreabierta a la vez que clava en
la joven Zen-Alel sus ojos negros, infinitos, inteligentes, hambrientos. Cuando
echa a correr es como si el fin del mundo hubiera llegado pero Robin sigue sin
pestañear, sin mover ni un milímetro el arco.
El enorme oso blanco
está a diez pasos.
A cinco pasos.
A tres pasos.
El enorme oso blanco
salta.
Y solo entonces,
Robin
dispara.
Una maravilla de imágenes...
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