28 de febrero de 2016

Yo también.

- No lo hagas. No, no, no, no. Escúchame. Por favor, para.
Christien la echó a un lado, siguió caminando hacia delante esquivando los cuerpos mutilados que florecían aquí y allá como hierba marchita.
- Por favor, Christien. No podrás volver atrás si lo haces.
- No quiero volver atrás. – respondió sin mirarla.
- Por favor.
Con lágrimas en los ojos, trató de asir su brazo, de impedir su avance. Con un tirón se soltó, impertérrito.
- Estás yendo demasiado lejos. No seré capaz de alcanzarte si das ese paso.
- No quiero que me alcances.
- Pero me perderás para siempre, Christien. Ambos nos perderemos.
- Yo ya te he perdido.
Extrayendo la espada del cinto, se plantó delante del árbol. Atada al tronco, la joven del parche en el ojo alzó su única pupila libre hacia él y le miró. No trató de zafarse, de huir, de clamar piedad. Ya llevaba mucho tiempo condenada.
Despacio, Christien posó el filo de la espada en su pecho y poco a poco, comenzó a introducir la hoja. No dejó de mirar aquella pupila ni un segundo mientras el acero proseguía su avance.
Desde unos metros más atrás, una voz le rozó de soslayo:
- Yo también.
Cuando la sangre brotó a través de la herida de la muchacha, cuando su garganta únicamente acertó a pronunciar un quejido ahogado, Christien cerró los ojos, abandonó el cuerpo desmadejado y se giró.
Allí ya no había nadie.
Escuchó.
El viento le pareció que arrastraba sollozos lejanos pero se encogió de hombros.
Nadie había llorado por él cuando estaba vivo, nadie lo haría ahora que estaba muerto. 

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