- No lo hagas. No, no,
no, no. Escúchame. Por favor, para.
Christien la echó a un
lado, siguió caminando hacia delante esquivando los cuerpos mutilados que florecían
aquí y allá como hierba marchita.
- Por favor, Christien.
No podrás volver atrás si lo haces.
- No quiero volver
atrás. – respondió sin mirarla.
- Por favor.
Con lágrimas en los
ojos, trató de asir su brazo, de impedir su avance. Con un tirón se soltó,
impertérrito.
- Estás yendo demasiado
lejos. No seré capaz de alcanzarte si das ese paso.
- No quiero que me
alcances.
- Pero me perderás para
siempre, Christien. Ambos nos perderemos.
- Yo ya te he perdido.
Extrayendo la espada del
cinto, se plantó delante del árbol. Atada al tronco, la joven del parche en el
ojo alzó su única pupila libre hacia él y le miró. No trató de zafarse, de huir,
de clamar piedad. Ya llevaba mucho tiempo condenada.
Despacio, Christien posó
el filo de la espada en su pecho y poco a poco, comenzó a introducir la hoja. No
dejó de mirar aquella pupila ni un segundo mientras el acero proseguía su
avance.
Desde unos metros más
atrás, una voz le rozó de soslayo:
- Yo también.
Cuando la sangre brotó a
través de la herida de la muchacha, cuando su garganta únicamente acertó a
pronunciar un quejido ahogado, Christien cerró los ojos, abandonó el cuerpo
desmadejado y se giró.
Allí ya no había nadie.
Escuchó.
El viento le pareció que
arrastraba sollozos lejanos pero se encogió de hombros.
Nadie había llorado por
él cuando estaba vivo, nadie lo haría ahora que estaba muerto.
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